Se denomina ecosistema al conjunto de elementos bióticos (seres vivos) y abióticos (suelo, agua, luz, minerales, topografía, climatología, etc.) que están relacionados o interactuando entre sí.
Si tenemos en cuenta que la vida es básicamente un cierto número de elementos químicos interactuando mediante complicadas y ordenadas reacciones químicas en un lugar determinado y delimitado del resto del entorno, con capacidad de asimilar la materia-energía de dicho medio que lo rodea para desarrollarse y autoreplicarse. Y consideramos también la capacidad de los sistemas vivos para realizar este ciclo reproductivo exponencialmente, mientras que los elementos disponibles en el entorno son siempre los mismos, es fácil caer en la cuenta de que la vida terminaría agotando dichos recursos en un periodo más o menos breve de tiempo.
Si esto no llega a ocurrir es gracias a una serie de mecanismos que la propia vida ha desarrollado para su continuidad, entre los que destaca la propia muerte (fin del estado vivo), para continuar un ciclo “vital” (valga la redundancia).
Otra estrategia “vital” que ha perdurado hasta la actualidad, demostrando su validez, son los cambios (mutaciones) en la información genética de los descendientes que, basados en la casualidad aleatoria, permiten a unos seres adaptarse mejor al entono que a otros en la dura competencia por los recursos disponibles que, presumiblemente, le permitirán tener más posibilidades de perpetuar dichas mutaciones en sus descendientes.
A este hecho, se le denomina Evolución.
Y es precisamente esta dura competencia evolutiva de adaptación al entorno la que desemboca en una gran biodiversidad de seres especializados en el aprovechamiento eficiente de los recursos disponibles en cada ecosistema de este planeta que llamamos Tierra.
Nuestro pequeño, amado y maltratado planeta Tierra.
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